Nestor Kohan
Es una pérdida enorme. Nos parece mentira. Celia Hart Santamaría acaba de fallecer junto con su hermano Abel en un accidente automovilístico en La Habana. Nos enteramos anoche. ¡Justo ahora, cuando ella hacía más falta que nunca! Mucha impotencia. Una sensación muy fea en la boca, en la garganta, en el estómago.
Todo el mundo la presenta como “la hija de”. No está mal. Su mamá fue Haydeé Santamaría Cuadrado [ 1922-1980] , militante revolucionaria, emblema y símbolo de la revolución cubana, compañera de Fidel Castro desde los primeros días, asaltante del cuartel Moncada, fundadora de Casa de las Américas. Su papá, Armando Hart Dávalos [1930-] , dirigente histórico de la revolución cubana, fundador del Movimiento 26 de julio también junto a Fidel, ministro de educación de la revolución e inspirador de su célebre campaña de alfabetización. Además de sus padres, Celia contaba entre sus familiares con Abel Santamaría Cuadrado [1927-1953], colaborador político de Fidel desde antes del golpe de estado de Batista, luego asaltante del cuartel Moncada, capturado vivo, torturado y asesinado por la dictadura de Batista.
Pero Celia era mucho más que “la hija de” o la “sobrina de”. Tuvo, tiene y tendrá una luz y un brillo propio. ¿A quien le cabe duda?
Trabé relación con Celia a través de su padre. Fue Armando quien más nos insistió con la necesidad de conocer a Celia. Había entre ambos, padre e hija, una relación muy fuerte, afectiva y emotiva pero también intelectual y política. Todo escritor, cuando escribe, tiene en mente un diálogo con alguien. Me animo a decir que Armando era uno de los interlocutores imaginarios de Celia, al igual que Fidel Castro. Siempre tenía en mente sus opiniones, en un diálogo real o imaginario. Cada vez que Celia me escribía, confesaba: “ me imagino lo que estará pensando mi padre ” o “ lo que debe pensar Fidel de esto que estoy diciendo ”, “ estoy segura que a Fidel le debe encantar ”.
Llegué a Celia por intermedio de Armando. Hace más de una década, en medio del desierto moral e intelectual de los años ’90, durante el reinado feroz e implacable del neoliberalismo en todo el mundo, Armando Hart nos escribió después de leer un trabajo sobre Marx y el tercer mundo publicado en la revista Casa de las Américas. Entusiasmado como un chico, nos envió una conferencia suya sobre el Manifiesto comunista . Al intercambio de cartas y trabajos siguió el encuentro personal, gracias al amigo y compañero Fernando Martínez Heredia, igualmente guevarista como padre e hija.
La primera vez que la vi, Celia no comenzó hablando de la revolución latinoamericana, de Fidel, del Che o de Lenin, Trotsky y los bolcheviques. ¡No! Cuando todavía no habíamos abierto la boca, las primeras palabras que nos dijo, con una sonrisa amplia de oreja a oreja, fueron: “ Estoy muy celosa de tu relación con mi padre” . Así era ella, tremendamente irónica y tierna al mismo tiempo, profundamente humana, muy querible por sobre todas las cosas. La antítesis viviente del “aparato” impersonal que transforma la política de los revolucionarios en algo desalmado, frío, administrativo, burocrático.
Todo el mundo la presenta como “la hija de”. No está mal. Su mamá fue Haydeé Santamaría Cuadrado [ 1922-1980] , militante revolucionaria, emblema y símbolo de la revolución cubana, compañera de Fidel Castro desde los primeros días, asaltante del cuartel Moncada, fundadora de Casa de las Américas. Su papá, Armando Hart Dávalos [1930-] , dirigente histórico de la revolución cubana, fundador del Movimiento 26 de julio también junto a Fidel, ministro de educación de la revolución e inspirador de su célebre campaña de alfabetización. Además de sus padres, Celia contaba entre sus familiares con Abel Santamaría Cuadrado [1927-1953], colaborador político de Fidel desde antes del golpe de estado de Batista, luego asaltante del cuartel Moncada, capturado vivo, torturado y asesinado por la dictadura de Batista.
Pero Celia era mucho más que “la hija de” o la “sobrina de”. Tuvo, tiene y tendrá una luz y un brillo propio. ¿A quien le cabe duda?
Trabé relación con Celia a través de su padre. Fue Armando quien más nos insistió con la necesidad de conocer a Celia. Había entre ambos, padre e hija, una relación muy fuerte, afectiva y emotiva pero también intelectual y política. Todo escritor, cuando escribe, tiene en mente un diálogo con alguien. Me animo a decir que Armando era uno de los interlocutores imaginarios de Celia, al igual que Fidel Castro. Siempre tenía en mente sus opiniones, en un diálogo real o imaginario. Cada vez que Celia me escribía, confesaba: “ me imagino lo que estará pensando mi padre ” o “ lo que debe pensar Fidel de esto que estoy diciendo ”, “ estoy segura que a Fidel le debe encantar ”.
Llegué a Celia por intermedio de Armando. Hace más de una década, en medio del desierto moral e intelectual de los años ’90, durante el reinado feroz e implacable del neoliberalismo en todo el mundo, Armando Hart nos escribió después de leer un trabajo sobre Marx y el tercer mundo publicado en la revista Casa de las Américas. Entusiasmado como un chico, nos envió una conferencia suya sobre el Manifiesto comunista . Al intercambio de cartas y trabajos siguió el encuentro personal, gracias al amigo y compañero Fernando Martínez Heredia, igualmente guevarista como padre e hija.
La primera vez que la vi, Celia no comenzó hablando de la revolución latinoamericana, de Fidel, del Che o de Lenin, Trotsky y los bolcheviques. ¡No! Cuando todavía no habíamos abierto la boca, las primeras palabras que nos dijo, con una sonrisa amplia de oreja a oreja, fueron: “ Estoy muy celosa de tu relación con mi padre” . Así era ella, tremendamente irónica y tierna al mismo tiempo, profundamente humana, muy querible por sobre todas las cosas. La antítesis viviente del “aparato” impersonal que transforma la política de los revolucionarios en algo desalmado, frío, administrativo, burocrático.
Repleta de afecto, de ternura, de humanismo, podíamos discutir sobre cualquier problema de la coyuntura latinoamericana, de Chávez, del futuro de Cuba, de los gusanos de Miami o de lo que sea, y en la mitad, siempre, invariablemente, intercalaba una broma, un chiste, una ironía o una alusión inesperada a un amor suyo, amigo mío.
Celia jugó un papel enorme en la batalla de las ideas de los últimos tiempos, dentro y fuera de Cuba. A mi modesto entender, la palabra de Celia Hart fue muy útil y muy eficaz. Sirvió, como decimos en Argentina, para “abrir cabezas”, es decir, para hacer pensar. ¡Celia ayudó a pensar! Provocó a las distintas tribus de la izquierda latinoamericana obligándolos a escucharse mutuamente (una tarea nada fácil, por cierto).
A los comunistas tradicionales, formados en el mundo cultural de la Unión Soviética, los empujó contra la pared y los obligó a abandonar los prejuicios infundados y a leer, por fin, al “innombrable” y “demoníaco” León Trotsky, tantas veces borrado de fotos y de historias por la censura y también por la autocensura de varias generaciones educadas en el stalinismo. Aunque sea para discutirle, tuvieron que ponerse a leer a Trotsky. Alguno que otro reaccionó con encono, pero la mayoría adoptó otra actitud más suave y racional, tomó como un desafío el planteo de Celia y a partir de allí hubo que volver a pensar y repensar viejos dogmas, hoy apolillados y completamente ineficaces. ¿Quién podía acusar a Celia de desconocer el mundo cultural y político del Este europeo, afín a la URSS, aquel que se cayó con el muro de Berlín, si ella había vivido años y había estudiado física, precisamente, en la República Democrática Alemana (RDA)? ¿Quién podía acusar a Celia de ser “contrarrevolucionaria”, “quinta columna” o vaya uno a saber qué, si ella amaba —no sólo admiraba sino que amaba— a Fidel Castro?
A los trotskistas, latinoamericanos pero también europeos, Celia los increpó y les habló de Fidel y del Che sin pelos en la lengua, con argumentos políticamente rigurosos y también con amor. Les dijo, una y otra vez, que el internacionalismo no se declama en panfletos y revistas universitarias o en la retórica de salón, que la revolución cubana envió casi medio millón de combatientes internacionalistas a Angola y a toda América Latina. Celia los obligó a reclamar por la libertad de los cinco revolucionarios cubanos encarcelados en EEUU. Los interpeló, cada vez que pudo, para que abandonen fórmulas cristalizadas y puedan mirar con otros ojos, no tan prejuiciosos, a Cuba y a su revolución.
Insistimos. La gran virtud de Celia ha consistido en que sus intervenciones, no siempre planificadas ni calculadas con serenidad (lo cual le generó no pocas angustias y dolores de cabeza cuando la prensa burguesa intentaba manipularla o tergiversarla), obligaron a la izquierda a pensar. ¡A pensar! Esa actividad no siempre practicada cuando la pretendida “ortodoxia” del marxismo (sea cual fuera la familia ideológica en cuestión, se pertenezca al guetto que se pertenezca) se transforma en un salvoconducto para rumiar y repetir frases hechas, sin reflexión propia ni pensamiento crítico.
En el mundo cultural de las izquierdas Celia era mirada como una “rara avis”. ¿Fidelista trotskista? ¿Crítica de la burocracia y el mercado y defensora a muerte de la revolución cubana? ¿Guevarista encendida que no acepta participar de homenajes oficiales e institucionales al Che? ¿Cómo es eso? ¡Qué me lo expliquen!... habrá pensado más de uno.
A los comunistas tradicionales, formados en el mundo cultural de la Unión Soviética, los empujó contra la pared y los obligó a abandonar los prejuicios infundados y a leer, por fin, al “innombrable” y “demoníaco” León Trotsky, tantas veces borrado de fotos y de historias por la censura y también por la autocensura de varias generaciones educadas en el stalinismo. Aunque sea para discutirle, tuvieron que ponerse a leer a Trotsky. Alguno que otro reaccionó con encono, pero la mayoría adoptó otra actitud más suave y racional, tomó como un desafío el planteo de Celia y a partir de allí hubo que volver a pensar y repensar viejos dogmas, hoy apolillados y completamente ineficaces. ¿Quién podía acusar a Celia de desconocer el mundo cultural y político del Este europeo, afín a la URSS, aquel que se cayó con el muro de Berlín, si ella había vivido años y había estudiado física, precisamente, en la República Democrática Alemana (RDA)? ¿Quién podía acusar a Celia de ser “contrarrevolucionaria”, “quinta columna” o vaya uno a saber qué, si ella amaba —no sólo admiraba sino que amaba— a Fidel Castro?
A los trotskistas, latinoamericanos pero también europeos, Celia los increpó y les habló de Fidel y del Che sin pelos en la lengua, con argumentos políticamente rigurosos y también con amor. Les dijo, una y otra vez, que el internacionalismo no se declama en panfletos y revistas universitarias o en la retórica de salón, que la revolución cubana envió casi medio millón de combatientes internacionalistas a Angola y a toda América Latina. Celia los obligó a reclamar por la libertad de los cinco revolucionarios cubanos encarcelados en EEUU. Los interpeló, cada vez que pudo, para que abandonen fórmulas cristalizadas y puedan mirar con otros ojos, no tan prejuiciosos, a Cuba y a su revolución.
Insistimos. La gran virtud de Celia ha consistido en que sus intervenciones, no siempre planificadas ni calculadas con serenidad (lo cual le generó no pocas angustias y dolores de cabeza cuando la prensa burguesa intentaba manipularla o tergiversarla), obligaron a la izquierda a pensar. ¡A pensar! Esa actividad no siempre practicada cuando la pretendida “ortodoxia” del marxismo (sea cual fuera la familia ideológica en cuestión, se pertenezca al guetto que se pertenezca) se transforma en un salvoconducto para rumiar y repetir frases hechas, sin reflexión propia ni pensamiento crítico.
En el mundo cultural de las izquierdas Celia era mirada como una “rara avis”. ¿Fidelista trotskista? ¿Crítica de la burocracia y el mercado y defensora a muerte de la revolución cubana? ¿Guevarista encendida que no acepta participar de homenajes oficiales e institucionales al Che? ¿Cómo es eso? ¡Qué me lo expliquen!... habrá pensado más de uno.
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