Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid
Al calor de la polémica que, días atrás, han suscitado las estimaciones del Fondo Monetario en lo relativo al crecimiento de la economía española, en los circuitos políticos y mediáticos nadie –absolutamente nadie– se ha preguntado si no conviene que empecemos a recelar de las presuntas virtudes de ese crecimiento que tanto nos preocupa. A duras penas puede sorprender, sin embargo, semejante silencio en un escenario en el que ni siquiera las fuerzas políticas más claramente emplazadas en la izquierda, y aparentemente más innovadoras, han asumido –ahí está, para testimoniarlo, la campaña electoral recién cerrada– ninguna suerte de consideración crítica de un axioma económico que, como tal, se antoja insorteable.
Para qué hablar, al respecto, de los sindicatos mayoritarios, que hace tiempo se deshicieron de cualquier querencia de contestación seria del orden económico existente.
Y, sin embargo, frente a la ausencia de respuesta, que empieza a ser dramática en la izquierda política y sindical, se barrunta un principio de reacción que nace de la vida cotidiana de muchos de los habitantes del Norte desarrollado. El recién mencionado Hamilton ha tenido a bien rescatar el resultado de una encuesta que concluye que un 42% de las mujeres y un 54% de los varones preferirían trabajar menos horas. Cada vez se hace más común –precisemos que hablamos de países del Norte en los que los servicios sociales se hallan razonablemente asentados y la riqueza acumulada es más que notable–, por otra parte, que quienes han perdido su puesto de trabajo confiesen sentirse más felices una vez se ha hecho valer esa circunstancia, tras haber acometido sin pesar una más que posible, y sensible, reducción de sus niveles de consumo. Se acumulan, en suma, los estudios que concluyen que, a partir de determinado nivel de ingresos, el incremento en estos últimos –por lógica resultado de un aumento paralelo en la carga de trabajo– a duras penas proporciona ganancias en materia de felicidad objetiva.
Que el debate sobre el crecimiento y sus virtudes no haya germinado entre nosotros, en el escenario que nos es más próximo, resulta tanto más llamativo cuanto que la aparente bonanza registrada en los últimos años por la economía española mucho le ha debido a algunas de las formas más depredadoras de aquél.
Si triste ha resultado ser la aceptación de un crecimiento que mucho le debía al negocio inmobiliario, y ello pese a que todos teníamos conocimiento de sus dobleces, hora es de preguntarse si una cabal recesión no puede convertirse en afortunado y poderoso estímulo para que tiremos por la borda algunos de los prejuicios que nos atenazan.
Lo que hay que reivindicar, en las palabras de Serge Latouche, es “una sociedad fundamentada más en la calidad que en la cantidad, en la cooperación más que en la competición, una humanidad liberada del economicismo, que busque la justicia social como objetivo”.
Leer aquí el artículo completo, extraido de Público
No hay comentarios:
Publicar un comentario