Josep María Antentas es profesor de Sociología de la UAB y Esther Vivas, miembro del Centro de Estudios sobre Movimientos Sociales (CEMS)-UPF
Los recientes Juegos Olímpicos han sido una gran vitrina para el nuevo capitalismo chino en ascenso. La China actual es resultado de un largo proceso de restauración capitalista iniciado hace tres décadas. Las reformas empezaron en 1978, ampliaron y profundizaron su alcance progresivamente debilitando los mecanismos de la economía planificada, y recibieron un empuje decisivo a partir de 1992.
En los años noventa, tuvo lugar un proceso sin freno de privatización de las empresas estatales y de liberalización de los servicios públicos. Hoy en día, dos tercios de las y los asalariados chinos trabajan ya para capitales privados. Justo a comienzos del siglo XXI, la entrada de China en la Organización Mundial del Comercio en el año 2001 culminaba su proceso de reintegración en el capitalismo mundial.
Son pocos ya, afortunadamente, quienes desde la izquierda tienen ilusiones sobre el modelo chino. Pero conviene dejarlo claro: treinta años de reformas han configurado un capitalismo salvaje sin paliativos. Y este es el horizonte hacia donde va el país, a pesar de la retórica sobre una “sociedad harmoniosa” del presidente Hu Jintao. La creciente evidencia de los desastres sociales y medioambientales causados por el actual modelo de acumulación ha provocado cambios en la retórica oficial y ajustes en las políticas para contener desequilibrios, pero no una modificación del rumbo general.
La restauración capitalista ha sido pilotada por el Partido Comunista Chino (PCCh) cuyo ideario y naturaleza se ha ido transformando. El nacionalismo se ha convertido en el principal elemento del discurso y la identidad del PCCh y es utilizado como un factor cohesionador y legitimador de su proyecto político. De ahí la importancia estratégica de los Juegos.
China está atravesada por grandes desequilibrios sociales y regionales. Las reformas han provocado concentración de la renta, polarización social y un aumento de las desigualdades. El coeficiente de Gini (que mide la desigualdad) ha pasado de un 0,30 en 1980 a un 0,48 y, según el Banco Mundial, existirían unos 300 millones de pobres en el país. El grueso de la actividad económica se concentra en las regiones costeras (receptoras del 85% de la inversión extranjera el año pasado), que contrastan con las empobrecidas regiones del interior. El actual modelo de desarrollo tiene también un alto coste medioambiental, en particular en lo que se refiere a la contaminación del aire de las grandes urbes y del agua.
La base social sobre la cual se sustenta el régimen chino es la nueva burguesía emergente, ligada al aparato del Estado y del Partido, y una significativa clase media urbana, que incluye también a los sectores más cualificados de los asalariados, y muchos de los funcionarios y miembros del aparato estatal.
La clase trabajadora ha experimentado profundas transformaciones. Las y los trabajadores del sector público, un 20% de la población activa, fueron duramente golpeados por la oleada de privatizaciones, que han eliminado el 40% de los empleos públicos. Esta fracción de la clase trabajadora ha visto erosionadas las garantías sociales del periodo maoísta. Simbólicamente ha sido degradada en su estatus social, pasando de ser considerada oficialmente por el régimen como la clase dirigente a ser noqueada por las reformas.
En paralelo, ha emergido una nueva fracción de la clase trabajadora formada por las y los emigrantes rurales a la ciudad, y concentrada en las industrias orientadas a la exportación de la costa Este y del delta del río Perla, y también en sectores como la construcción y servicios mal pagados en las grandes ciudades. La emigración interna campo-ciudad está alimentada por una crisis del medio rural y el hundimiento del poder adquisitivo de los campesinos, situado en un tercio del urbano. Cifrada en unos 150 millones de personas, esta nueva clase trabajadora ocupa los escalafones más bajos del mercado laboral.
Sus condiciones de trabajo y de vida constituyen la cara más amarga del nuevo capitalismo chino. Salarios bajos, jornadas laborales interminables, insalubridad en el trabajo y violación de las leyes laborales por parte de muchas empresas y de sus subcontratistas forman parte de su realidad cotidiana. La federación sindical oficial, la única legal, carece de autonomía frente al Estado, está subordinada a los intereses empresariales y no es un instrumento real de defensa de las y los trabajadores.
En este contexto, no es de extrañar que las luchas sociales hayan aumentado desde finales de los noventa. Sin embargo, estas son todavía muy fragmentadas y aisladas, y debido a la férrea represión, no dejan tras de sí casi ningún poso organizativo. No existen convergencias entre las movilizaciones de los trabajadores del sector estatal con las de la clase obrera inmigrante. Ni tampoco entre las numerosas protestas en el mundo rural y en las áreas urbanas.
Apoyar estas luchas emergentes en China contra el actual modelo de acumulación, debido a la importancia del país y a la posición que ocupa en la arquitectura del capitalismo global, es una tarea estratégica central para los movimientos opuestos a la globalización neoliberal. Sin que ello implique, obviamente, hacer el juego a los gobiernos occidentales cuando hipócritamente denuncian los abusos de los derechos humanos en China o la represión del pueblo tibetano. Del resultado de las luchas populares presentes y futuras en China, dependerá en buena medida la forma que tome el mundo a venir.
En los años noventa, tuvo lugar un proceso sin freno de privatización de las empresas estatales y de liberalización de los servicios públicos. Hoy en día, dos tercios de las y los asalariados chinos trabajan ya para capitales privados. Justo a comienzos del siglo XXI, la entrada de China en la Organización Mundial del Comercio en el año 2001 culminaba su proceso de reintegración en el capitalismo mundial.
Son pocos ya, afortunadamente, quienes desde la izquierda tienen ilusiones sobre el modelo chino. Pero conviene dejarlo claro: treinta años de reformas han configurado un capitalismo salvaje sin paliativos. Y este es el horizonte hacia donde va el país, a pesar de la retórica sobre una “sociedad harmoniosa” del presidente Hu Jintao. La creciente evidencia de los desastres sociales y medioambientales causados por el actual modelo de acumulación ha provocado cambios en la retórica oficial y ajustes en las políticas para contener desequilibrios, pero no una modificación del rumbo general.
La restauración capitalista ha sido pilotada por el Partido Comunista Chino (PCCh) cuyo ideario y naturaleza se ha ido transformando. El nacionalismo se ha convertido en el principal elemento del discurso y la identidad del PCCh y es utilizado como un factor cohesionador y legitimador de su proyecto político. De ahí la importancia estratégica de los Juegos.
China está atravesada por grandes desequilibrios sociales y regionales. Las reformas han provocado concentración de la renta, polarización social y un aumento de las desigualdades. El coeficiente de Gini (que mide la desigualdad) ha pasado de un 0,30 en 1980 a un 0,48 y, según el Banco Mundial, existirían unos 300 millones de pobres en el país. El grueso de la actividad económica se concentra en las regiones costeras (receptoras del 85% de la inversión extranjera el año pasado), que contrastan con las empobrecidas regiones del interior. El actual modelo de desarrollo tiene también un alto coste medioambiental, en particular en lo que se refiere a la contaminación del aire de las grandes urbes y del agua.
La base social sobre la cual se sustenta el régimen chino es la nueva burguesía emergente, ligada al aparato del Estado y del Partido, y una significativa clase media urbana, que incluye también a los sectores más cualificados de los asalariados, y muchos de los funcionarios y miembros del aparato estatal.
La clase trabajadora ha experimentado profundas transformaciones. Las y los trabajadores del sector público, un 20% de la población activa, fueron duramente golpeados por la oleada de privatizaciones, que han eliminado el 40% de los empleos públicos. Esta fracción de la clase trabajadora ha visto erosionadas las garantías sociales del periodo maoísta. Simbólicamente ha sido degradada en su estatus social, pasando de ser considerada oficialmente por el régimen como la clase dirigente a ser noqueada por las reformas.
En paralelo, ha emergido una nueva fracción de la clase trabajadora formada por las y los emigrantes rurales a la ciudad, y concentrada en las industrias orientadas a la exportación de la costa Este y del delta del río Perla, y también en sectores como la construcción y servicios mal pagados en las grandes ciudades. La emigración interna campo-ciudad está alimentada por una crisis del medio rural y el hundimiento del poder adquisitivo de los campesinos, situado en un tercio del urbano. Cifrada en unos 150 millones de personas, esta nueva clase trabajadora ocupa los escalafones más bajos del mercado laboral.
Sus condiciones de trabajo y de vida constituyen la cara más amarga del nuevo capitalismo chino. Salarios bajos, jornadas laborales interminables, insalubridad en el trabajo y violación de las leyes laborales por parte de muchas empresas y de sus subcontratistas forman parte de su realidad cotidiana. La federación sindical oficial, la única legal, carece de autonomía frente al Estado, está subordinada a los intereses empresariales y no es un instrumento real de defensa de las y los trabajadores.
En este contexto, no es de extrañar que las luchas sociales hayan aumentado desde finales de los noventa. Sin embargo, estas son todavía muy fragmentadas y aisladas, y debido a la férrea represión, no dejan tras de sí casi ningún poso organizativo. No existen convergencias entre las movilizaciones de los trabajadores del sector estatal con las de la clase obrera inmigrante. Ni tampoco entre las numerosas protestas en el mundo rural y en las áreas urbanas.
Apoyar estas luchas emergentes en China contra el actual modelo de acumulación, debido a la importancia del país y a la posición que ocupa en la arquitectura del capitalismo global, es una tarea estratégica central para los movimientos opuestos a la globalización neoliberal. Sin que ello implique, obviamente, hacer el juego a los gobiernos occidentales cuando hipócritamente denuncian los abusos de los derechos humanos en China o la represión del pueblo tibetano. Del resultado de las luchas populares presentes y futuras en China, dependerá en buena medida la forma que tome el mundo a venir.
1 comentario:
Desde luego esta China no es un ejemplo a seguir.
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