Fue Cornelius Castoriadis quien, hace años, llamó la atención sobre una circunstancia penosa: quienes preconizan un cambio radical en las estructuras políticas y sociales pasan por ser, -dijo-, incorregibles utopistas, mientras que quienes no son capaces de considerar lo que va a ocurrir a dos años vista se nos antojan, en cambio, personas impregnadas de afortunado realismo. No sé si, aplicada la segunda parte de la afirmación a los políticos de hoy, no resulta al cabo en exceso optimista, -por lo de los dos años-, en un escenario en el que el cortoplacismo más aberrante se ha instalado en plenitud entre nosotros.
En semejante teatro no puede sorprender que haya ganado terreno un puñado de inquietantes supersticiones. La primera, y acaso la más común, señala impenitentemente que, pese a lo que dicen quienes reciben el sambenito de catastrofistas, las cosas no son tan graves, de tal suerte que, y en lo que hace, por ejemplo, a la recesión en la que nos adentramos a marchas forzadas, en unos meses la situación recuperará, sin más, la normalidad. A los ojos de los sustentadores de esta opinión pareciera como si nada singularmente preocupante se hiciera valer al calor del cambio climático, de la carestía de las materias primas energéticas y de un capitalismo global que nos arroja sin remisión a un caos planetario. Hay quien no ha tomado nota, por decirlo de otra manera, de que la crisis del momento remite a fenómenos que, a diferencia de lo ocurrido en 1929 o en 1973, no permiten un retorno a la posición de origen.
Otra extendida superstición sugiere que nuestros gobernantes, siempre a la altura de todos los retos, saben perfectamente lo que han de hacer, de tal forma que cuando proceda adoptarán las medidas necesarias. Sobran los argumentos para recelar de tan ingenua intuición: si, por un lado, esos mismos gobernantes prefieren sortear los problemas de fondo, -no hablo ahora, claro es, de la burbuja inmobiliaria, de la evaporación del superávit público o de los niveles del euribor-, por el otro no faltan entre los dirigentes políticos y los intereses empresariales poderosísimos vínculos que aconsejan concluir que los primeros bien que evitarán colocar en primer plano los derechos de los marginados de siempre y, con ellos, los de las generaciones venideras.
En semejante teatro no puede sorprender que haya ganado terreno un puñado de inquietantes supersticiones. La primera, y acaso la más común, señala impenitentemente que, pese a lo que dicen quienes reciben el sambenito de catastrofistas, las cosas no son tan graves, de tal suerte que, y en lo que hace, por ejemplo, a la recesión en la que nos adentramos a marchas forzadas, en unos meses la situación recuperará, sin más, la normalidad. A los ojos de los sustentadores de esta opinión pareciera como si nada singularmente preocupante se hiciera valer al calor del cambio climático, de la carestía de las materias primas energéticas y de un capitalismo global que nos arroja sin remisión a un caos planetario. Hay quien no ha tomado nota, por decirlo de otra manera, de que la crisis del momento remite a fenómenos que, a diferencia de lo ocurrido en 1929 o en 1973, no permiten un retorno a la posición de origen.
Otra extendida superstición sugiere que nuestros gobernantes, siempre a la altura de todos los retos, saben perfectamente lo que han de hacer, de tal forma que cuando proceda adoptarán las medidas necesarias. Sobran los argumentos para recelar de tan ingenua intuición: si, por un lado, esos mismos gobernantes prefieren sortear los problemas de fondo, -no hablo ahora, claro es, de la burbuja inmobiliaria, de la evaporación del superávit público o de los niveles del euribor-, por el otro no faltan entre los dirigentes políticos y los intereses empresariales poderosísimos vínculos que aconsejan concluir que los primeros bien que evitarán colocar en primer plano los derechos de los marginados de siempre y, con ellos, los de las generaciones venideras.
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