miércoles, 16 de abril de 2008

Acostumbrarse a la barbarie

Jaume Ausens y Gerardo Pisarello
En el marco de los juicios contra los acusados por el 11-S en Guantánamo, la CIA ha admitido la utilización de prácticas como el denominado waterboarding. Se trata de una técnica, ya utilizada en la Edad Media, en la que los detenidos son inmovilizados y se les arroja agua en la cara y en las vías respiratorias.
Lo que se produce es una situación de asfixia forzada, en la que el interrogado experimenta una sensación de ahogamiento cercana a la muerte. Algunos medios han aprovechado la revelación para instalar un viejo interrogante: ¿no es lícito, acaso, torturar a un detenido para obtener información que puede salvar vidas? Hace tiempo que el Gobierno de los Estados Unidos ha decidido dar una respuesta afirmativa a este dilema.
La aprobación en 2001 de la llamada Patriot Act otorgó al poder ejecutivo un considerable margen de actuación en la lucha antiterrorista. Esta normativa vino acompañada por un protocolo que flexibilizaba el alcance de la tortura. Entre otras cosas, se llegó a decir que ésta podía ser “equivalente en intensidad al dolor que acompaña las lesiones físicas graves, como desfallecimiento orgánico, deterioro de las funciones corporales o, incluso, la muerte”.
Algunos, como el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, no buscaron rodeos para justificar esta práctica: “De lo que se trata –declaró– es de salvar vidas norteamericanas y no los derechos humanos de los terroristas”. El presidente George Bush puso su grano de arena y vetó un proyecto de ley que pretendía poner coto a las torturas acuáticas.
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